Abrazó la vida Tutanjatén cuando se tambaleaban los cimientos del Imperio Nuevo. Un punto de inflexión en la historia de un Egipto que, sostenido sólo por la fe inquebrantable de Akenatón (Amenhotep IV), viraba a regañadientes hacia el monoteísmo. Fue una época extraña, tanto que las arenas de Tebas no escatimaron esfuerzos para borrarla de los anales.
Tutanjatén, que nació en torno al año 1346 a.C. como ‘Imagen viviente de Atón’, se despertó como Tutankamón al cuarto día de un noviembre de hace 93 años, después de que el arqueólogo británico Howard Carter llamara a su tumba. Y trajo el conocimiento.
En términos gubernamentales, Tutankamón fue un rey menor. El ‘Rey Niño’ murió a los 19 años, ocupó el trono durante diez y ni siquiera mandó de facto sobre su pueblo, ya que las funciones de gobierno se las repartieron Ay (se ocupó de la administración) y Horemheb (controló el ejército).
El legado de Tutankamón no reside en su vida, sino en su muerte. El periodo de Amarna fue condenado al ostracismo por los sacerdotes de Amón, pero la verdad supo refugiarse entre las sombras y hoy, transcurridos más de 3000 años, la Egiptología, dirigida por la sabia mano de Zahi Hawass, puede cerrar el árbol genealógico de la Dinastía XVIII gracias a su icono. Sobre el joven mandatario recayó la difícil tarea de enmendar la osadía de Nefertiti y de su padre, Akenatón, el ‘Faraón Herético’, que revolucionó la religión, el arte y las costumbres en la tierra del Nilo. Sin tiempo para grandes obras, Tutankamón devolvió la supremacía a Amón-Ra, regresó la capitalidad a Luxor y restauró los templos destruidos durante el Atonismo.
Con el Egipto faraónico de nuevo en la vía tebana, los líderes religiosos aprovecharon la prematura muerte del joven líder (su frágil salud expiró víctima del mal de Kohler y la malaria) para eliminar los vestigios de Amarna. Así, lo enterraron en una pequeña tumba, la número 62 del Valle de los Reyes, que fácilmente pudiera ocultar el rango de su morador. Irónicamente, el trabajo del clero de Amón para borrar las huellas de la herejía mantuvo a la KV62 ajena a los saqueos e imperturbable hasta la llegada de Carter. Entre sus paredes descansó a lo largo de dos milenios uno de los mayores tesoros jamás hallados. No tanto por su valor pecuniario, de por sí inmenso, como por contener la llave que abría el arcón de la sociedad egipcia.
Howard Carter (Londres, 1874 – 1939) alcanzó la gloria con el hallazgo del sepulcro de Tutankamón e insufló aires de continuidad a la egiptología en un momento en el que se pensaba que ya no quedaba nada bajo las arenas de Luxor. A Carter le costó siete campañas hallar una tumba cuyo sarcófago abrió en 1923 junto a Lord Carnarvon, su mecenas. Tras la apertura se retiró de la arqueología y se convirtió en coleccionista, tardó diez años en inventariar lo hallado en la KV62. Carter es, además, famoso por sobrevivir a la llamada «maldición de los faraones», que sí se cobró la vida de dos miembros de su equipo.