Para Vladimir Nabokov, la literatura era juego y engaño, un artificio capaz de suplantar la anodina realidad. Así sucede en su última novela o autobiografía novelada, ‘¡Mira los arlequines!’ (1974), donde Vadim Vadimovitch N. (también llamado por uno de los personajes McNab) encarna el papel de un «pedante escritor de memorias», es decir, de las memorias apócrifas de Nabokov, su otro yo, su yo real. Vadim hilvana una serie de recuerdos que falsean los auténticos, referidos por Nabokov en ‘Habla, memoria’ (1966).
El título invita a la exaltación vital, a la fantasía, a lo lúdico, al juego de máscaras, pero el lector debe ser consciente de que se trata de un juego autoparódico e intertextual. La lectura de ‘¡Mira los arlequines!’ supone adentrarse en un laberinto en el que se debe actuar como un detective libresco en busca de pasajes y referencias de otros textos (propios y ajenos) para disfrutar plenamente del libro; de lo contrario, si no se capta el sentido de esos detalles (tan preciados por el autor), uno se siente defraudado.
Nabokov inventa una vida, la de Vadimovitch, un novelista de éxito, que siguiendo las anotaciones de sus diarios, va contando su huida de Rusia (marcada por el asesinato de un soldado del Ejército Rojo), su estancia como estudiante en Cambridge, el clima decadente que envuelve la vida de los exiliados rusos en París, sus intimidades amorosas (esposas y amantes), la intrincada relación con su hija y el ingrato trabajo docente en la universidad Norteamericana.
Vadim se define por una extravagante enfermedad que le impide girar mentalmente para recorrer un trayecto a la inversa. No poder desandar el camino es algo que le obsesiona hasta el punto de tener que relatárselo a cada una de sus futuras esposas (peculiar pedida de mano) y que, en definitiva, no es sino el desasosiego de un escritor que reflexiona sobre el irreversible paso del tiempo y la proximidad de la muerte.
Como es natural, Vadim y Vladimir manifiestan las mismas fobias y filias. Entre las primeras, los bolcheviques y los escritores sin talento, los pacatos editores y críticos literarios; entre las segundas, Proust, Gógol, Joyce, Borges, los cuentos de hadas, el ajedrez y las mariposas, como la extraordinaria Ergana, «¡un capricho tipográfico de la naturaleza!», a causa del espacio en blanco entre las manchas negras del reverso de sus alas.
Una de las secuencias narrativas más lograda es aquella en la que imagina una partida de ajedrez durante la visita a una librería-editorial-biblioteca, prodigioso lugar en el que el narrador hace confluir las líneas temporales. En el pasado fue un centro de conspiraciones políticas. En el presente, el edificio y las ventanas simulan un tablero de ajedrez y su regente y rival, Osk, es un anciano, que adolece de incontinencia verbal, confundiendo nombres, títulos de libros, recuerdos…, lo que irrita a Vadim y provoca que abandone la imaginada partida. En el futuro, la librería y Osk serán víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
En una vuelta de tuerca del disfraz, Vadim adopta otra identidad (O. B. o Gospodin Long) para poder viajar a Leningrado, con la intención de rescatar a Bel, su hija, enferma y abandonada, porque su marido, con quien se había fugado tiempo atrás, se hallaba encerrado en un campo de concentración. El intento resulta fallido, pero el viaje da pie a la composición de una irónica anécdota sobre el espionaje durante la Guerra Fría. Vadim reproduce los clichés de la novela policíaca: barba, gafas, pasaporte falso, micrófonos ocultos, encuentros secretos… y, para terminar la aventura, mantiene un altercado con un antiguo conocido, afecto al régimen soviético, que juzga la publicación de ‘Un reino junto al mar’ (‘Lolita’) como un acto obsceno y escandaloso.
Como indica el protagonista, «el yo que nace en un libro / antes que el libro no muere», de manera que el relato concluye con Vadim entrando en un dulce sueño, en el que los arlequines seguirán salvándole y a sus fieles lectores –suponemos– de caer en el abismo.
Texto de MARÍA LOURDES NÚÑEZ.