La noche no había sido demasiado buena, varias veces los ojos quedaron fijados al techo de colores invisibles. Al final había encendido la luz de la mesilla y había comprobado confuso como, sobresaliendo de sus bordes, descansaba allí la tesis doctoral del Dr. Gibarian sobre las vibraciones magnéticas en las formas mimoides del planeta Solaris. Mi mujer, en mi desconcierto no supe con seguridad si era ella o no quien dormía a mi lado, respiraba desde las profundidades de la que debía ser su vida.
Yo me levanté inestable, con ojos rayados por el sueño mal conciliado mientras no dejaba de pensar en el tocho de la mesilla. Por supuesto no recordaba bien qué hacía aquello allí. Intentaba encontrar una puerta que diese acceso a mi memoria reciente cuando me di de bruces con un sueño que me pareció muy reciente, muy cercano. Lentamente había estado vagando por el espacio a bordo de una nave que se dirigía a algún rincón no demasiado lejano de la galaxia. En un momento dado alguien me ordenaba salir afuera y reparar el generador de la microturbina del aparejo, que tenía algo enganchado. Salí al espacio con un traje de buceador interestelar bastante sencillo y ajeno a las últimas modas. Un modelo inspirado en los astronautas de principio de siglo. Vagué por ese espacio en busca de algo enganchado en la microturbina.
Allí, varado en mitad del solemne silencio, intenté encontrar en vano algún objeto extraño. Como no veía nada propuse mi regreso al interior del tabernáculo, pero recibí órdenes de conectar la microvisión. El aparato era algo incómodo porque había que ajustarlo al ojo con extrema precisión si quería que fuese útil. Me mareaba un poco, pero una vez encajado vislumbré con perplejidad una forma diminuta que reconocí al instante a pesar de que era la primera vez que veía una. Me hallaba delante de una de las mónadas de Leibniz. ¿Qué hacía una mónada de Leibniz enganchada en el fuselaje? La había reconocido por su insignificancia física –no tenía extensión alguna y sin embargo el microvisor la detectaba. Resultaba de una densidad metafísica que me golpeaba como una sinfonía a todo volumen. Así podía entenderse el excesivo desarrollo de mi espíritu. Rasque sobre la nave y la mónada se desprendió. Aquella unidad mínima de sentido comenzó a rodar por el espacio hasta que tropezó con mi traje y quedó adherida a él.
Entonces se produjo el momento mágico, mi conexión se cortó y me di cuenta de que la nave se iba sin mí. Yo me había quedado abrazado a la mónada así que la envolví con todas mis fuerzas para no perderme definitivamente. La imagen era algo grotesca pues parecía un mendigo espacial acariciando la nada. En cambio yo me sentía medianamente bien girando sobre mi mismo y en contacto con aquella unidad mínima de sentido. Pensé en el Aleph de Borges y en la posibilidad de que la mónada y el Aleph compartieran alguna función en la vida, un lugar desde donde verlo todo. El caso es que seguía girando. En vista de que mi sueño era muy profundo decidí abortarlo, estaba harto de la deriva freudiana del gobierno y de la imposición de soñar obligatoriamente y registrar después el sueño para su interpretación, pero para eso requería de la contraseña. Debía encontrar un número cifrado para salir de aquello y volver a la vida. En el cajón, debajo de la tesis de Gibarian, había infinidad de papelillos con contraseñas, una para cada secreto, pensé con la claridad con que se piensa dentro de los sueños. Revolví cuanto pude pero sin ningún resultado. Podía intentar despertar a mi mujer, seguro que ella podía ayudarme, pero a estas alturas ya no sabía si ella pertenecía o no a los mundos en los que se encuentran las cosas. Desde luego yo nunca encontraba nada, y menos ahora. El caso es que seguía achicharrando a la mónada con mi abrazo exagerado. No quería perderla y como era tan pequeña me daba miedo hacer cualquier movimiento que pudiese ocasionar el extravío fatal. Así me fui acostumbrando al giro azaroso de mi cuerpo celeste, lo que me permitía ver como me iba acercando a un planeta de color rosa que en seguida identifique con Solaris.
Estaba ya cerca de aquello cuando empecé a sentir la presencia magnética de su Océano multiforme. En una península estrecha pude ver, cuando ya estaba lo suficientemente cerca, como cobraban sentido algunos sinsentidos. Entonces acaricié con cuidado a la mónada y cerré los ojos sin saber si sería capaz de encontrar ya alguna clave que me permitiera saber qué hostias estaba o está pasando.
Texto de JOAN BENESIU.