131 – Qué te parece si ingresamos en la corporación nacional. Y aquí el ché cabrón de Julito (sí, se llamaba como yo) hace un loop entre los capítulos ciento treinta y uno y cincuenta y ocho, de manera que cuando lees el primero y luego el segundo vuelves al primero y te suena de algo, pero el segundo te deja tan impactado que no sabe uno cuál de los dos es el cierre, o si es de lo contrario el último capítulo físico del libro. En fin, qué se yo.
Lo que de verdad importa es la cara de felicidad que pusiste cuando agarraste la novela en aquel pub y leíste el pasaje del noema, Helenita, ese que habla de hidromurias, ambonios, sustalos exasperantes y mátricas. Tu cara de felicidad la recordaré siempre, tu sonrisa medieval torcida que me asomó entre las entrañas y me hizo soñar por un momento con tenerte, aunque solamente fuera por unos segundos. Ahora ya, de todas formas, hace semanas que no te veo, y convencido estoy de que quizá no lo vuelva a hacer.
Por eso, Rayuela no me desveló la Gran Verdad ni si los humanos o los dinosaurios convivieron, sino que me dejó un poco chof, un poco sin saber qué decir o qué pensar, con una media mueca de nocturnidad y alevosía, todo muy renacentista, créeme. Sí que me emocionó esta carta que Cortázar envió a Lida Aronne de Amestoy, el 29 de octubre de 1972 (la reproduzco íntegra):
“Me gusta que hayas contado, rompiendo por un momento el clima más severo de tu indagación, la forma en que conociste Rayuela; a muchos les pasó así, con diferencias ínfimas, y lo sé por el increíble correo que recibí en los años que siguieron a la publicación; siempre eran jóvenes, siempre Rayuela los había descolocado brutalmente, me injuriaban amándome o me amaban injuriándome, en muchas cartas era difícil saber si el libro había destruido a su lector o si lo había cambiado en otro; quizá el punto máximo lo alcanzó una chica norteamericana que me escribió una carta maravillosa contándome que su amante la había abandonado, que tenía diecinueve años, que no había podido soportar esa ausencia y que estaba decidida a matarse la noche en que alguien, en un drugstore, le pasó la edición de bolsillo en inglés de Rayuela, y ella se la llevó a la cama sin saber realmente por qué; me escribía semanas más tarde, reconciliada con la vida, entendiendo admirablemente cada página del libro, decidida a recomenzar y a buscar”.
Creo que es la segunda vez que reproduzco la carta en esta narración de hechos consumados.
Y es cuando leo en Twitter que han apagado la Torre Eiffel para recordar a las víctimas de los atentados. El estadio de Wembley, el Cristo del Corcovado, la Casa Blanca, el Empire State de Nueva York. Todos enseñan al mundo la tricolor francesa. Por Rayuela y por vencer al miedo, por tí Helenita, por tí debemos seguir viviendo.
Texto de MARTÍN MOLLOY.