Cada vez que voy al Prado observo a los turistas que pasan por delante de ‘Las tentaciones de San Antonio Abad’ de Patinir. Pasan de largo. Todos caen sin remedio en otra tentación, la de ‘El jardín de las delicias’ de El Bosco.
Si no hay conflicto no comprendo la actividad artística. Si no hay placer tampoco. No me contradigo: el placer de encontrar respuestas o, al menos, intentarlo. Pero, ¿y si sólo deseas evadirte, perderte en el paisaje, disfrutarlo, retenerlo por los siglos de los siglos, amén, en una tabla? ¿Y si te toca vivir una época en la que toda representación artística debe ser religiosa o parecerlo? ¿Y si además te toca pasar la eternidad compartiendo sala con el más genial y extravagante de los iluminados?
‘Paisaje con San Jerónimo’. El título ya nos lo advierte: lo que importa no es el santo. Me acuerdo ahora de Corot, que años después de terminar sus cuadros le añadía personajes. ¿Por qué?, ¿para qué? Pobre Patinir, yo no paso de largo, yo adoro tus horizontes tan altos y esas rocas diabólicas que parecen cipreses blancos que no creyeran en nada. Pobre Patinir, padre, hijo y espíritu del paisaje en una época fea donde el Arte debía atemorizar y someter. Pobre Patinir, del que no sabemos cuántas obras pintó porque sólo firmó cinco. Representar la naturaleza, qué osadía y, quién sabe, teniendo que sortear a los censores del crucifijo, contaminando el campo con figuras no reciclables. Pobre Patinir, invisible y rebelde al que una hija se le metió monja.
Ya lo veo una mañana con los colores del horizonte todavía manchándole las manos, diciendo a su amigo Metsys: «Ahí te lo dejo, pinta tú a San Antonio y ponle de paso un mono».
Por Isabel Bono.