Hacer un último discurso brillante tiene un riesgo: que te recuerden ya siempre por él, y todos los logros de la vida queden supeditados al conocimiento postrero de una frase memorable. Así le pasó en parte a Kennedy, a quienes muchos conocen más por su «Ich Bin Ein Berliner» en Berlín Occidental, o por sus amantes, o por el atentado de Dallas, que por la Nueva Frontera o su lucha contra el racismo en su país.
La vida de quien asume cargos tan relevantes tiene unas reglas que no rigen para el resto de los mortales: cada palabra, que dicha en privado con naturalidad no escandalizaría a nadie, puede acabar con la carrera política del más carismático en cuestión de minutos.
Los gestos, pues, son un fin, son política, en el sentido más noble de la palabra. Ejemplos hay muchos; las imprudentes visitas de Churchill a sus tropas para arengarlas cuando Reino Unido luchaba solo contra la Alemania nazi, Willy Brandt de rodillas en Auschwitz asumiendo la culpa como país en el Holocausto, y sobre todo, el alegato final de Salvador Allende previo a su suicidio tras el golpe de Estado del general Pinochet.
¿Quién no se emociona cada vez que oye su petición a los chilenos para que sigan creyendo en que «más temprano que tarde, abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor»?
Su voz queda, la de un hombre en paz y convencido de su labor histórica, es la de una de las más importantes víctimas de la Guerra Fría, de cuya muerte ha de lamentarse, sobre todo, Latinoamérica, que sólo en Lula puede encontrar una figura con quien compararle.
Texto de ANTONIO GARCÍA MALDONADO.