Dos hermanos se turnan para vender naranjas en la acera, junto a la gasolinera. Unas cuantas bolsas a cada lado de la calle y a esperar. En la acera de enfrente nosotros, proyectamos el trabajo del día: Pintar de color turquesa las paredes de un módulo prefabricado que servirá como laboratorio de revelado. El vendedor de naranjas se acerca y nos ofrece su ayuda.
Las redes colaborativas se amplifican creando momentos tan sencillos. De un lado, un espacio sociocultural, autoconstruido y autogestionado en la ciudad de Sevilla: La Carpa. Del otro, el vendedor ambulante. Cada uno en un lado de la calle, pero en ella se encuentran cada día. Son nuevas intersecciones.
Sin un firme apoyo institucional, desde 2012 está abierto y funcionando. Dos años antes el espacio era usado como aparcamiento de coches y furgonetas. 15 años antes, era un hueco para tirar escombros. 20 años antes, una vaquería abandonada.
La Carpa atiende a la necesidad de descentralizar las propuestas socioculturales de la ciudad, y dotar de unas situaciones artísticas que no se dan unidas, en otros contextos públicos: Huertos urbanos, salas de entreno, espacios multiusos, talleres especializados y escenarios, conforman este terreno.
Además de la gestión de este espacio, los colectivos implicados actúan sobre bienes públicos y privados en desuso. A través de programas de reconversión de materiales, activan nuevas formas de interpretar el concepto y la propiedad de lo público o privado: El ciudadano propone usos directos sobre estos bienes manteniendo un compromiso de interés social.
Alrededor, un polígono industrial. Un parque. Dos gasolineras. Las vías del tren. La Carpa está situada en los límites físicos de un barrio y también en los límites institucionales. Como los vendedores ambulantes de naranjas.
Texto de JUAN GABRIEL PELEGRINA.