En las puertas del siglo XX, un nutrido grupo de tenaces, la avant-garde de la ciencia hipocrática, modernizaron con valentía, intuición e incansable esfuerzo la cirugía, los diagnósticos y la metodología de los laboratorios, hasta el punto de erradicar enfermedades y solucionar complicaciones quirúrgicas que en la época eran seguras sentencias de muerte. Quedan ya en occidente felizmente lejos las fiebres tifoideas, las atroces consecuencias de la sífilis, la alta mortandad en los partos o en las operaciones de apendicitis. En muchos aspectos, estos brillantes hombres, con la solidez de su trabajo, doblaron la esperanza de vida y establecieron las bases de la estabilidad y la credibilidad profesional en los hospitales.
Steven Soderbergh, en ‘The Knick’, un drama médico visceral y exquisitamente documentado, narra esto mismo: el chispeante día a día de unos visionarios en un hospital de NuevaYork, el Knickerbocker. En él trabaja el cirujano jefe John Thackery (Clive Owen), un genio del bisturí obsesionado con abanderar cualquier descubrimiento, con forjar un utillaje más eficaz y con poner en práctica nuevos procedimientos con los que salvar vidas, aunque para ello tenga que sacrificar colaboradores y pacientes, emplear argucias más propias de rateros que de respetados profesionales, y depender de dosis cada vez más grandes de cocaína.
El progreso avanza a trompicones y sus salpicaduras levantan ampollas en la burguesía neoyorquina: biempensante y segregacionista. De ahí la titánica tarea de enfrentarse a una mentalidad decimonónica que aun habiendo superado el siglo de las luces seguía anclada en las sangrías del barbero, en los cataplasmas y en el whisky como anestésico.
Y es que la modernidad siempre altera el ánimo y las costumbres reaccionarias por varios motivos. Uno es las consecuencias: un camino zigzagueante de sufrimiento y vida. Los muertos a los lados del progreso, el tráfico de cuerpos y los lisiados, mal nos pese, son el barro con el que se erigen a veces las soluciones. Y, paradójicamente, cada paso de sangre y mugre es el éxito ulterior para centenares de miles de personas. Otro es el espectáculo: mezcla chamánica de ingenio, drogas e incipiente tecnología. No es de extrañar así que el arrogante Thackery se refiera al Knickerbocker como el circo. Y otro: los comienzos tangibles de aquello que hasta esa época el ser humano no había alcanzado a ver. «A partir de ahora las grandes riquezas vendrán de lo inmaterial», dice uno de los personajes, fascinado por las fotografías subcutáneas de los rayos X y por la capacidad asesina de las bacterias, que siendo cuasi incorpóreas, invisibles, quiebran la salud de ricos y sobre todo de pobres, ayudándose de los hacinamientos, la falta de higiene y el pésimo alcantarillado.
‘The Knick’ es un ejemplo meridiano de cómo la medicina ha de vérselas en su camino hacia el perfeccionamiento con el lastre de las costumbres, el poder y los negocios. Pese a que una ciencia tal mereciera el apoyo y el elogio unánime de la sociedad, parece que desde siempre se ha visto refrenada por la ambición, el altruismo hipócrita y la ética de alzacuellos. Hay excepciones loables como la de la monja abortista Harriet, que prefiere para sí el infierno ante que las futuras penurias de un nonato, o el doctor Edwards, un joven de color que antepone la humillación a la que se ve sometido por amor incondicional a su oficio. Pero los palos en la rueda del progreso son la tónica. Y desde entonces parece que seguimos heredando similares errores. O si no hagan memoria de cuando Bush zanjó por motivos religiosos las investigaciones con células madres o miren los actuales recortes en España. ¡Qué duda cabe que los vericuetos de la medicina son complejos! Y seguramente sea ardua la tarea de despejar incógnitas que por su trascendencia paralizan a cualquiera. Las disyuntivas producen vértigo, fascinación, vergüenza, impotencia. ¿Moral consuetudinaria o futuro? ¿Profanación o adelantos? ¿Atracciones de feria o tecnología? ¿Economía o dignidad? Es difícil dar con la respuesta, pero ante esto, y al igual que sucede en ‘The Knick’, solo una cosa es cierta: si la humanidad quiere trufas, el cerdo tendrá que seguir ensuciándose el hocico.
Por Manuel Andreas.