París es cara. Lo comprendes nada más bajarte del autobús lanzadera que te acerca a la ciudad desde el aeropuerto de Beauvais-Tillé. Seis euros por un espresso junto al Palacio de Congresos. Sí, ciertamente no es barata. Aunque quizá sea ese uno de los pocos inconvenientes del despliegue arquitectónico más bonito jamás ideado por el hombre. Bueno, también que los coches no se detienen en los pasos de peatones, a veces tampoco en los semáforos.
La capital de la Isla de Francia no es especialmente grande, por lo que una escapada de fin de semana, si nos apropiamos del viernes o del lunes, da para conocer lo fundamental; olvidándonos, eso sí, de Disneyland, seleccionando bien las visitas en profundidad y quemando un par de zapatos: porque París se patea.
Tres lugares bien merecen nuestro tiempo. El Louvre, la Torre Eiffel y los jardines de Versalles, con el palacio que llevan adosado. Por ser el más alejado, Versalles es el primer destino. Desayuno consistente y a primera hora partimos hacia el oasis verde, germinado en tierra antiguamente ocupada por el Domaine royale de Versailles, que se extiende a lo largo de más de 800 hectáreas. Desde las escalinatas del palacio el panorama es espectacular, no sorprende que forme parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1979.
Un almuerzo ligero, y directos al museo del Louvre. El edificio es impresionante. El emplazamiento a orillas del Sena y junto al parque de las Tullerías: perfecto. Una vez dentro, el éxtasis es pleno. Para este humilde servidor es la mejor colección artística del mundo, con permiso del Británico, a pesar de que no puedes disfrutar de ‘La Gioconda’, de que las salas de Napoleón están un poco sucias y de que Apple, en su infinita osadía, ha colado una tienda junto a la pirámide invertida. Es bastante grande, por lo que si el reloj apremia hay que descartar áreas.
Una vez embriagados por el arte toca paseo hasta el Montmartre. La parada obligatoria es el Sacré-Coeur. La opcional, una de las numerosas tabernas que pueblan la colina y en las que podemos despedir al sol brindando con un buen vino, acompañado de una nada desdeñable tabla de quesos y chacinas. Antes de volver a nuestro céntrico hotel paramos en el Moulin Rouge, más bonito a la luz de la noche.
El segundo día es el más exigente. Temprano pasamos por la sede del Gobierno y ascendemos por los Campos Elíseos hasta alcanzar el Arco del Triunfo, desde donde ubicamos la Torre Eiffel, balcón de la postal más cautivadora de la ‘ciudad del amor’. Desde allí, tomamos dirección UNESCO para pasar después por los Inválidos y acabar, tras cruzar el puente de Alejandro III, en la Plaza de la Concordia. La tarde la reservamos para Notre-Dame, el Centro Pompidou y el Quartier Latin, escenario protagonista del ‘Mayo francés’ en el que se erige La Sorbona.
Tras la caminata, el último día apostamos por el transporte público. La excursión es breve. Bastilla, cementerio de Père-Lachaise, Plaza de la República y La Défense, próxima al autobús que nos devuelve al aeródromo.
Texto de JESÚS PEÑA.