Que salga Bill Murray en una película de culto es ya una cosa de andar por casa, desde el romepa la media de una japonesa perdida en la traducción de Tokio, a los Tenenbaums del parque acuático de Wes Anderson. Pues bien, ahora, gracias el alfabeto seriófilo de HBO, el cazafantasmas de antaño da el salto de hogaño al trono de una pantalla lúdica y pequeña.
Dirigida por Lisa Cholodenko, en la serie de ‘Olive Kitteridge’ (2014), Murray desempeña un papel secundario, como no podía ser de otra manera, porque el segundón siempre queda mejor para el aura de vieja gloria que renace de las cenizas de Gozer, el Destructor, o Gozer, el Gozeriano. Pero la verdad es que, aunque el chascarrillo se ha quedado algo manido, sigue siendo un gustazo ver a Bill Murray con ese careto, entre sieso manío y deprimido, que sobrelleva con gracia las rarezas de la vida. Es lo que hace de nuevo en ‘Olive Kitteridge’, como en un día de la marmota, así que no lo cuento, y, de paso, evito los spoilers. Además, aquí la protagonista es otra. Y ¡vaya otra!
Frances McDormand es una diva del cine friki, porque no por nada se llevó el Oscar a la mejor actriz en una película de los Cohen y, encima, se casó con uno de ellos, de cuyo nombre no quiero acordarme, ni buscarlo en Wikipedia. El caso es que, en esta serie, McDormand lo borda, con toda la mala pipa de una madre freudiana, en plan tres anuncios a las afueras, de esos que te sacan de quicio y quieres quemar con queroseno, un lunes por la mañana, camino del trabajo, atiborrado de legañas.
La actuación magistral de McDormand se complementa con una historia de las que enganchan, acongojan y te hacen pensar en tu propia infancia. Es decir, como siempre, el dramón decimonónico, pero reconvertido al siglo XXI, que es lo que vengo repitiendo desde hace un tiempo en este manual de uso para disfrutar de la cultura. Olive Kitteridge es esa mujer que podría ser tu madre, y que es, para colmo de males, profesora en tu propio cole, ¡qué bochorno en la clase!, porque, encima, es la típica señorita Rottenmeier, pero no en la montaña suiza, sino en una ciudad media de la América profunda de los Estados Unidos. El cóctel es explosivo, tirando a Molotov, de modo que no conviene recomendárselo a tu madre verdadera, no vaya a ser que se crea que le estás echando en cara una carencia de educación sentimental, o algún trauma para matar al padre, que, por cierto, en la serie lo interpreta Richard Jenkins.
En solo cuatro capítulos de una hora cada uno, ‘Olive Kitteridge’ es un retrato de una mujer deprimida en cuatro puntos de su vida, con su hijo, con su marido, con su nuera y con una sociedad en la que no sabe ser feliz, por razones casi incomprensibles, pero por eso más apabullantes. Parece, en principio, que todo debería ser perfecto, pero la tristeza se cierne inexorable sobre la difícil personalidad de Olive Kitteridge, que oculta, en el fondo, a una bellísima persona. El problema, por tanto, es esa voluntad y ese deseo de querer a quienes te rodean, pero carecer de las aptitudes para lograrlo o para mostrarlo, y no lograr que te quieran.
Supongo que esto estaba ya en la novela, que no me he leído, porque, para variar, el cine es ese medio que sirve para reventar la literatura. Con el mismo título de ‘Olive Kitteridge’, Elizabeth Strout ganó el Pulitzer en 2009, en la línea del gran novelón americano, desde ‘Las uvas de la ira’ (1939), de John Steinbeck, a ‘Las horas’ (1999), de Michael Cunningham, que, como tantas otras, han sido también llevadas a formato audiovisual. Total, que todo puede ser que el Pulitzer sea el granero de Hollywood. Y que, viendo (o leyendo) a ‘Olive Kitteridge’, nos acordemos de la madre que nos parió, con toda la fascinación de un pañuelo de mocos. O sea, la vida, filtrada por la estética maravillosa de la pantalla de luces (o de la tinta de la página).
Texto de GUILLERMO LAÍN CORONA.