«Cada día vemos cómo la crisis económica omnipresente en los discursos termina por desplazarse hacia otras zonas y acaba por ser la justificación de cualquier conducta. Como si una vez instalada la convención de la crisis, las ‘señoras’ tuvieran ‘vía libre’ para justificar sus abusos». Con esta contundente declaración de Pablo Messiez, director del montaje ‘Las criadas’, deja clara cuál es su intención y cuán importante es el arte como recordatorio humanista en épocas tan negras como esta. Época en la que a esas “señoras” clases dirigentes -no hace falta mencionar hechos- hace tiempo que han perdido el norte.
‘Las criadas’ (1947), basada en un episodio real que conmocionó a Francia, fue la primera obra dramática de Jean Genet. Fue escrita en la cárcel, ya que allí y en diversos reformatorios es donde pasó gran parte de su vida el autor francés. Hijo de una prostituta que lo abandonó con un año en un orfanato, vivió una vida de rufián y marginado: robó, mendigó, falsificó documentos y tampoco tuvo problemas en prostituirse para sobrevivir. Si no hubiera sido por la intervención de artistas como Sartre, Picasso o Cocteau, que intercedieron por él ante el estado francés, habría muerto entre rejas condenado a cadena perpetua. Después de ser indultado, simpatizó con movimientos de izquierda, haciéndose militante de causas como las del mayo del 68 o frente a la brutalidad contra los argelinos por parte de la policía francesa, junto a Foucault o Sartre. Este último, uno de sus grandes defensores, dedicó uno de sus ensayos a la obra de Genet, ‘San Genet, comediante y mártir’. En ella se traza un interesante análisis sobre la dramaturgia del autor de ‘Las criadas’, su estética y el existencialismo que subyace al estilo. Para Jean-Paul Sartre: «El ejercicio teatral [de Genet] es demoníaco; la apariencia, sin cesar a punto de hacerse pasar por realidad, debe revelar sin cesar su irrealidad profunda. Todo debe ser falso». Es por esta necesidad de resaltar la artificiosidad del teatro, de no perder el distanciamiento, que Genet afirmó que los actores de ‘Las criadas’ debían ser hombres y no mujeres. Y así fue como por primera vez se representó, tres presos la pusieron en escena sobre las baldosas de la prisión.
Como si esta imagen no fuera más que un espejo dentro del espejo –es decir, una obra de Genet teatralizada por presos que podrían ser parte de cualquier otra obra de Genet–, es también una mirada a su mundo vital y creativo, el mundo de lo maldito. Los personajes de Genet reflejan lo más oscuro de la sociedad, la inversión del Bien y el Mal de manera aparentemente injustificada, la opresión y el deseo del oprimido en un cambiar el rol para repetir los comportamientos, la violabilidad de los valores o la inconsistencia de estos… En el uso consciente del lenguaje es donde Genet encuentra las herramientas para generar esos viciados climas de violencia contenida.
‘Las criadas’
Cuando la Señora no está, las hermanas y sirvientas Clara y Solange juegan a un perverso juego-ritual: una se pone los caros vestidos de la dueña de la casa y la otra tiene que servirla, traerle el té, arrodillarse para limpiarle los zapatos y cumplir todas las exigencias del ‘ama’. Reproducen su voz, sus poses y el mal trato. Son seres alienados, faltos de identidad. No hay hermana buena y hermana mala, las dos alternan los papeles constantemente, porque ninguna existe por sí sola, porque son las dos caras de un mismo personaje.
En la versión del director Pablo Messiez que se representa los días 12 y 13 de abril en el Teatro Cánovas de Málaga, el uniforme de las criadas, o «chachas», es un chándal y el español que usan se acerca más al Río de la Plata que al peninsular. Lo que se puede interpretar como una crítica subyacente de este argentino afincado en España o también como una internacionalización de la obra, ya que podría transcu-rrir tanto a este como al otro lado del Atlántico. Otra de las modificaciones de Messiez es el mix de géneros entre los actores: Fernanda Orazi y Bárbara Lennie son las criadas, mientras que el papel de la Señora lo interpreta Tomás Pozzi.
Por María Sánchez.