En una escalera, en un barrio perdido de Baltimore, se hallan sentados un poli blanco y un chico negro, mirando con pasmo, en la negrura de la madrugada tardía, el fondo de la calle, donde, bajo una vieja y maltrecha manta, se entrevé el cadáver de un joven, amigo del primero. Tanto el agente como el muchacho charlan sobre el muerto, a quien se le daba bien jugar al póker con sus amigos de las casas viejas de la zona. El chico abandona el lugar, acostumbrado a vivir situaciones similares a la recién acaecida desde que tiene uso de razón, mientras que el policía se va a emborracharse con sus compañeros de trabajo.
Así comienza ‘The Wire’, una serie novelada de sesenta capítulos, producida por la cadena americana HBO y que se desentiende de la publicidad o de la audiencia: para saborear su cuidado desarrollo argumental basta con concluir cada capítulo, cerrar los ojos, y pensar en lo que se ha visionado anteriormente. Y es en este extremo donde reside la grandiosidad de una ficción –que se equipara a la realidad cotidiana de una sociedad maltrecha y obsoleta– tildada por la crítica como la mejor serie de la historia, comparada con la trilogía cinematográfica de El Padrino o con las novelas de Dickens o Shakespeare, claros exponentes e influyentes elementos de la cultura contemporánea.
‘The Wire’ muestra una realidad tan verosímil que asusta hasta límites incalculables. Arremete contra las bases sociales de Occidente, mostrando la cara cruda de la política, de la prensa, de las calles, de la educación. En sus escenas, desprovistas de música externa –únicamente cuenta con la sintonía de cabecera, el ‘Way Down in the Hole’ de la rasgada voz de Tom Waits– y de artificios propios de la ficción televisiva, se ofrece al espectador una interpretación y análisis profundo de los bajos fondos de una ciudad, Baltimore, donde la Parca encontró a Poe, a fin de mostrar aquello que existe, que sabemos que está, pero que ignoramos o dejamos de lado por vergüenza, miedo o hipócritas razones.
Las personas que componen el elenco de ‘The Wire’ –no personajes, muchos de ellos son ex convictos, gente de la calle– son tales: fallan, se caen, pero se levantan, siguen su camino. Así, vemos cómo un policía cualquiera se emborracha en sus horas de trabajo, cómo un narcotraficante es capaz de burlar a la pasma, cómo un político compra sus votos de modo totalmente ilícito o, simplemente, cómo va muriendo paulatinamente un drogadicto: cae su baba, sus ojos se tornan blancos, alcanza el éxtasis momentáneo al consumir lo poco que puede comprar en una esquina perdida de la ciudad con los dólares robados a un viejo indefenso.
Pero la serie también se atreve con la educación. Aquí es donde ‘The Wire’, ideada por David Simon y Ed Burns –un antiguo periodista del ‘The Baltimore Sun’ y un ex policía–, alcanza su punto álgido. Los chicos faltan a clase, prefieren ganar algo de dinero haciendo recados para los traficantes de droga, amenazan a los profesores, compran armas, insultan a sus padres. Eligen el mal camino, sin embargo, para ellos, no existe alternativa posible.
La política tampoco se escapa del ojo crítico, analítico y heterodoxo de ‘The Wire’. Los entresijos de las elecciones locales y estatales son tomados desde una perspectiva nada pretenciosa: en América, si no compras votos, lo has perdido todo. La única manera que se atisba para vencer en una reñida confrontación es buscar los puntos débiles del enemigo y actuar, ya sea tanto en la propia política como en la calle, foco clamorosamente necesario para que la primera pueda sostenerse.
El cuarto poder del Estado, el periodismo, también es vapuleado y arrastrado por los guionistas hasta el hartazgo. El funcionamiento interno del periódico ‘The Baltimore Sun’ se ajusta como verbigracia para narrar el proceso que sigue la noticia, desde que se destapa, hasta que alcanza los propios cimientos de una sociedad raquítica y herida en sus más hondos valores, aquellos que requieren especial atención, aquellos que ‘The Wire’ muestra para que el espectador no los deje en el olvido.
Por Sergio Sánchez.