«¿Por qué prefiero escoger objetos determinados en lugar de otros? Ni yo mismo lo sé (…), son el mejor medio para un resumen de mi experiencia interna». La respuesta de Hopper en 1939 se convierte en un medio con el que abordar su obra. Siguiendo las directrices de sus primeros profesores, William M. Chase y Robert Henri, llegaría al resultado original de sus pinturas, alejado de querer encasillarse como pintor de la ‘American Scene’.
Bajo el proceso digestivo de estudio y selección de encuadres de la vida, abriría ventanas a su conflicto interno como autorretrato a la vez que retrato social, mediante sus personajes. Ayudado por el efecto de extrañamiento, en la ruptura del cliché bullicioso de una ciudad y el mutismo de esos personajes, la inquietud llega al espectador. Hopper nos invita a leer entre líneas este silencio que declara estados de ánimo y rebeliones internas, como los diálogos sordos en las esculturas de Muñoz o la silenciosa introspección de los personajes de ‘El ángel exterminador’ de Buñuel.
Edward Hopper (1882 – 1967) nace en Nyack (Nueva York), crece con una educación puritana y en un mundo que anuncia cambios industriales, sociales y económicos hacia la era del capitalismo. La presencia humana será el eje de sencillos escenarios donde la importancia conferida a la luz, de herencia impresionista, se convierte en el foco teatral que apunta la atención a sus figuras. Su estancia de joven en la capital francesa, difícil a la vez que secretamente deleitosa, fue muy reveladora para su obra. Es así cómo los personajes, que arrancan de estos cuadernos parisinos, se mueven por los hilos de la lucha y el deseo contracorriente de Hopper a las constricciones sociales norteamericanas, que tachaban aquello de «libertinaje» parisino y babilónico.
Es una propuesta voyeurista, desde el prismático de cualquier ‘ventana indiscreta’, y que Hopper reproduce sobre el lienzo transformando a la mujer en muñeca o maniquí. ‘Interior veraniego’, ‘Ventanas en la noche’, ‘Mujer al sol’, etc. Espaldas descubiertas por el telón del cabello recogido, desnudan los intereses reprimidos del artista y reta la posición del espectador, quien mira con el mismo ojo que Duchamp quiso para su ‘Étant Donnés’, en un «agresivo acto sexual» que Susan Sontag veía implícito en el disparo fotográfico. Amanecen figuras expectantes, con miradas que guardan ahogados pasados y presentes; confusos protagonistas de brazos caídos, ¿muñecos vivos o personas alejadas?
Sus protagonistas son la declaración del nacimiento de la sociedad autómata. La invitación a esta reflexión comienza al situar las figuras en la línea de contraste entre campo y ciudad. Con la actitud pensativa de los personajes de Friedrich ante la sublime naturaleza, el hombre se enfrenta esta vez a un paisaje diferente: el de la civilización intervenida por nuevas religiones mercantilistas. ‘Mañana en una ciudad’, ‘Domingo’ u ‘Oficina en una ciudad pequeña’ dedican una mirada pausada al ritmo insaciable del esclavo sistema; ¿el hombre hace a la ciudad? o ¿viceversa? Son bosques de figuras tras el paso de un Saturno que enmudece, devora y vacía la esencia del hombre. Una desintegración del Übermensch o superhombre nietzscheano disecándolo en maniquí –revocando la cosificación de los personajes de De Chirico, donde las sombras y maniquíes se congelan en esculturas–, o en marionetas de trapo como las de Pasolini arrojadas al deshecho en ‘Che cosa sono le nuvole’.
Así pues, Hopper representa personas desiertas en un desierto de ciudad, una dilución hacia el concepto de ‘Automatic’, autómata o robot, que brota en esos rasgos anclados a un rictus infinito. Un retrato sobre el hombre de los ‘tiempos modernos’, sobre la gris mímesis del hombre y lo mecánico, como el Charlot autómata que, parodiado también desde el silencio, aprieta tuercas sin cesar ni pensar, o los bailarines de Schlemmer o ballets de Maguy Marin, donde la delicadeza se desvanece hacia respuestas más autómatas. Una obra de acertados intervalos para la reflexión, en mitad de disonancias, de agudos violines de Prokofiev y silencios en el pentagrama de la Historia moderna.
Texto de GUIOMAR DÍEZ y pieza gráfica de FRAN SÁNCHEZ.