Corría el invierno de 1985 cuando Pedro Casariego Córdoba se me apareció emboscado detrás de una higuera. No tuve que escarbar en la tierra para que manaran sus poemas, sólo tuve que abrir el número uno de la revista ‘El paseante’. Yo, cegada por su gesto de santo románico con gafas, le escuchaba decir cosas asombrosas: «Mi angustia/es el eco/de la risa de Dios».
No comprendí cómo no se me había mostrado antes ya que afirmaba haber escrito cinco libros de poemas,una letanía, una obra de teatro y un guión de cine. Aquella enorme y delicada revista, además de entrevistarlo, publicaba los 102 poemas de su libro ‘La risa de Dios’ (Ed. Tansonville, 2006). Busqué más palabras para que me sanaran y, como no podía ser de otro modo, las hallé en la revista Amén: «Hoy me siento particularmente/fuerte/si un leñador me alquilara su hacha/podría cortar una rosa».
Empezó a publicar en el desierto de la poesía de los 80, le seguimos y nos multiplicamos. Entre ellos el arcángel Rafaelpérezestrada, que no contaba más que alabanzas sobre Pe Cas Cor a su paso. Con ‘La vida puede ser una lata’ (Ed. Zigzag, 1988) aprendí a caminar sobre las aguas. «¡Vuelve, romanticismo, vuelve!/¡Tengo una gran caja de bombones para ti!».
El 6 de enero de 1993 terminó ‘Pernambuco, el elefante blanco’ (inédito), un cuento ilustrado para su hija Julieta. Dos días después se quitó la vida. Tenía 37 años. Se cumplen veintiuno de su muerte y todavía no sé si sus poemas eran gritos de horror o de socorro: «Me han cortado por la mitad./Ayúdame a ser zurdo».
Nació y murió en Madrid. Viajó, escribió y pintó. Y amó. Amó, sospecho, siempre más al prójimo que a sí mismo.
Por Isabel Bono