‘Ensayo de un crimen’ o ‘La vida criminal de Archibaldo de la Cruz’ (1955) conforma junto a ‘Él’ (1952) un díptico buñueliano negrísimo y desasosegante, repleto de obsesiones y fetichismo, en ataque constante de placer y crimen, con un carácter primitivo y descarnado, con un aire sensual e irresistible. Archibaldo cree que es capaz de asesinar con el pensamiento, justo desde aquel momento de su juventud en que, escondido en un armario y al abrigo de un corsé, anheló y presenció la muerte de una doncella.
Desear no es delinquir», le repetían a Archibaldo, como el eco de su existencia alucinada. En su mente, ese impulso para matar al ritmo febril de una caja de música, con sangre que envuelve acosadora las medias de una mujer en la forma de un río interminable. «Adoro los sueños, aunque mis sueños sean pesadillas», diría Buñuel en ese torrente de vida que es ‘Mi último suspiro’. A ello se abraza Archibaldo, apasionado y patético, como esa cajita de siete navajas con los nombres de los días de la semana. «Rasúrese usted con máquina, señor De la Cruz», le aconsejan mientras narra sus pulsiones homicidas entre maniquíes que hacen brotar el deseo y lo desahogan, como aquél que enamoraría a Michel Piccoli en el ‘Tamaño natural’ de Berlanga. «Sí, era placer, el placer de sentirme poderoso», recordaría al rememorar la muerte de la doncella. Pero también el placer de fallar para sentir de nuevo. Como reconocería Buñuel: «Le gusta la frustración, la adora. Busca matar a una mujer y falla. Intenta matar a otra y vuelve a fallar. Se diría que desea fallar, para volver a intentar». Niño mimado, rico de cuna, Archibaldo pasea por la vida con la mirada altiva y el paso desafiante, convencido de que el mundo es apenas un escenario de marionetas.
Por Miguel Pradas.